El pequeño ceramista. Parte de un capítulo del libro de Carlos Arnanz Ruiz

Con un simple ejercicio de imaginación podríamos situar al pequeño Gregorio en la Segovia de su tiempo. Una ciudad envejecida, decrépita, azotada por las epidemias y las calamidades, como se acaba de ver. Pintoresca, eso sí, para viajeros ávidos de las emociones que sus países más opulentos les negaban.
Podríamos ver a este niño de 11 años escasos salir todas las mañanas, se supone que a hora temprana, de su casa en la calle de Escuderos para ascender hasta la Plaza Mayor desde la cual descendería por la calle Real hasta el Azoguejo. Ignoro si se fijaría mucho en el acueducto pero con seguridad que pasaría deprisa bajo sus arcos para enfilar la carretera de Boceguillas en dirección a “La Segoviana”.
Se podría pensar en otras alternativas viarias pero resultan improbables por la enorme cantidad de barro que la calle de San Juan acumulaba, sobre todo en invierno y de la que el periódico “La Tempestad” se hacía eco.
¿Le acompañaría alguien en sus primeros momentos? Cabe pensar que sí, pues la distancia era larga para un niño de su edad a tan temprana hora y a un kilómetro del Azoguejo, en las afueras ya de la ciudad. Durante el crudo invierno segoviano el trayecto tuvo que hacerle de noche y en no pocas ocasiones, pisando un grueso manto de nieve, presumiblemente helada.
Debió de ser una experiencia nada fácil y concebida más que por motivos económicos, por un sentimiento artístico eminentemente vocacional. El gran maestro ya era famoso. Contaba, a la sazón 45 años. El joven discípulo seguramente sintió una admiración grande por él, muy a tono con el respeto y la simpatía de que se tiene constancia.
Intuyo que el parentesco de la madre de Gregorio, Segunda Rodríguez Izquierdo, con el notario segoviano Ángel de Arce Rodríguez, persona influyente en la Segovia de entonces y amigo de D. Daniel Zuloaga, debió de pesar a la hora de escoger al niño que, como se acaba de ver, ya apuntaba maneras en la llamada Escuela Provincial de Artes y Oficios.
D. Daniel se hizo construir su llamado “Laboratorio” en un pequeño pabellón independiente de las grandes naves de la fábrica. De su fachada artística trataré más adelante con mayor extensión.







A “La Segoviana” acudían con frecuencia visitantes de muy distinta índole. A veces, incluso, las más altas personalidades de la nación. La Infanta Isabel adquiría objetos para sí o como regalo. En alguna ocasión le oí contar a mi padre que durante las visitas de la Infanta Isabel, llamada popularmente “La Chata”, se subía ésta a una mesa y tomando una pella de pasta, la arrojaba violentamente contra el suelo mientras que con risas estentóreas celebraba las salpicaduras de barro producidas en su distinguido séquito.
Esta broma era comparable a otra que solía gastar cuando corrían las aguas de las fuentes de La Granja. Sabido es que alguna “moja”. Los “avispados” solían situarse junto a la Infanta para sentirse más seguros pensando que, a su lado, no llegaría el agua. Pero en el crítico momento sacaba ésta un impermeable y aguantaba la mojadura con las mismas risotadas de “La Segoviana”.
Hay constancia de que el ambiente de trabajo era bueno entre los operarios e incluso con el maestro. Las cartas que en su momento se verán así lo demuestran y muy especialmente entre Gregorio y D. Daniel, cuando éste le escribía o se refería a él desde fuera de Segovia. Los problemas que Los Vargas pudieran tener con Zuloaga quedaban, sin duda, alejados de toda actividad artística aunque el dinero estuviera presente en cualquier momento, pues sabida es su importancia en todo cometido empresarial.
Abraham Rubio Celada describe en su tesis doctoral “De la tradición a la modernidad: Los Zuloaga ceramistas” este laboratorio en los siguientes términos:
[...] taller independiente, que tenía planta rectangular y tejado a dos aguas, dentro del recinto de la fábrica. Actualmente ya no existe, pero se conservan fotografías, así como la importante portada en cerámica pintada por Daniel, que se arrancó antes de destruir el edificio y forma parte de la colección de Eleuterio Laguna. En este laboratorio, como le llamaba Daniel, contó con unos operarios que supieron estar a su altura: Esteban Velasco, la Bonifacia, Nicasio, Felipe Tejero, Gregorio Arnanz... A través de la correspondencia, cuando Daniel supervisa o presupuesta futuras decoraciones cerámicas aplicadas a la arquitectura en otras provincias, vemos su íntima relación con ellos y cómo les anima en su trabajo, especialmente a Gregorio. En el Archivo Zuloaga de Segovia se conserva un interesante pastel, pintado por Daniel, que es muy ilustrativo del ambiente de trabajo dentro del taller de “La Segoviana”, con los operarios en pleno trabajo mientras llega una visita de posibles compradores.

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